Cuando nací, ya era la tercera. Mi madre parió sola. Fuí un bebé regordete, muy regordete.
Cuando mis padres llegaron de la clínica, conmigo en sus brazos, lo primero que hizo mi madre, fue dejarme en la cuna para ponerse a limpiar la casa. Y allí me quedé.
"No llora nunca, no se queja" decía mi madre. Y para qué iba a llorar, si ahogarme en mis lágrimas era el consuelo que se convirtió en costumbre.
Mis dos hermanos mayores se burlaban de mí por mi sexo. Eran otros tiempos. No me dejaban jugar con ellos al mecano, que era de niños, y el mayor entretenimiento, era estamparme pelotas en la cara. Cuanto más dura era la pelota, mayores eran las carcajada.
A mis 8 meses, mi madre se volvió a quedar preñada. Y ya no estuvo nunca más para mí.
Mi padre. No lo recuerdo apenas. Él trabajaba y trabajaba y trabajaba, y venía cuando todos estábamos dormidos. Era ambicioso. Y era pobre.
Mis años más tiernos. Sin un beso, sin un abrazo.
Y los años pasaron. Y la obediencia se transformó en pura rebeldía. Odiaba a mis padres. Odiaba a mis hermanos. Y me odiaba a mí misma.
Y en aquel tiempo conocí a alguien. Ese alguien mayor que yo. Tenía carácter. Era fuerte. Y me amó casi desde la primera vez que me vió. De repente, pasé de no ser nadie, a ser su mundo. Y yo me dejé.
No sé cuantas veces hice mis maletas para huir. Cuantas veces estuve sentada en un banco con la mochila en los pies, pensando en si me aceptarían o no en alguna casa okupa. Y cuantas veces, él me recogió de la calle, y me devolvió a mi casa.
Así crecí, sintiendome extraña, incomprendida, y rara.
Y escribia, oh dios si escribía. Las agendas las tatuaba con mi tinta hasta que no quedaba ni un sólo trozo en blanco que esculpir.
Él se convirtió en mi refugio. Y no fué legal. Poco a poco, me hizo a su manera. Y yo, poco a poco, me convertí en su creación. Con los años, fuí otra totalmente diferente. Ya no me maquillaba, ni usaba joyas, ni escotes, ni faldas muy cortas. Cuando él hablaba, yo no podía interrumpir. Cuando yo hablaba, me mandaba callar. Y me gritaba. Y daba igual si había gente delante o no. Y daba igual si estábamos en la playa. Y daba igual si lloraba. Y daba igual si me iba. Me perseguía hasta el fin del mundo y me mandaba a los gorilas de mis padres en su ayuda.
El día que entré en mi casa, con mi hija en brazos, una enorme tristeza me poseía. La dejé en el moisés, a mi lado, mientras comía algo. Y mientras comía algo lloré y lloré, mirando a esa pequeña criaturita que dormía y que no sabía que tenía que hacer con ella. Apenas cuidaba de mí. Cómo podía hacerme cargo de ese ser tan indefenso que sólo dejaba de llorar con mi pecho.
Él se sintió más seguro, yo más amarrada. Tenía un hijo suyo. Ya no sería capaz de escaparme más.
La anulación fue a más. No podía hacer con mi bebé lo que mi instinto me dictaba. No podía cogerla, no podía dormirla en brazos. Fueron meses muy duros. El día que decidí abandonarlo, pensé en que se lo diría durante el fin de semana. La regla no me bajó. Y ese mismo sábado, un predictor predestinó que iba a tener otro hijo. No podía dejarlo estando embarazada. Mi bebé tenía que nacer sano.
Y así nació mi segundo hijo.
8 meses después, me separaba con una niña de 3 años y un bebé. Él, sacó toda la artillería. Pensó que no tendría cojones.
Y los tuve.
Muy duro criar a mis dos hijos yo sola.
Entre risas y llantos.
Metamorfosis,
de pieza rota,
a puzzle que no encaja.
Orgullo y pena a la vez, de mi deshecho.
Y sólo doy con piezas rotas como la mía,
y peores.