Cuando nos conocimos,
yo era agua,
y él era sal.
La salinidad,
contrajo al ser,
y densificó el estar.
Tanta salubridad,
abnegó la charca
e hizo montaña,
y encajó,
a la barca
que navegaba
siempre a la deriva.
Resistir,
nos resistimos todos.
Así que el agua formó tormenta.
Cientos de gotas,
alargaron el charco.
Y la montaña de sal,
fué,
cada vez,
menos montaña.
El barco bailaba,
desencajaba.
Poco a poco,
movía,
la libertad.
Un horror,
el comprobar,
que la lluvia también mojaba,
la estructura del velero,
blanco papel,
que se esfumaba,
como la sal,
de su tormento.

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