
El primer cigarrillo fue con 14 años. Lo trajo mi prima. Era sábado por la tarde. Cogió una botella de whiskey del mueble bar de mi padre y nos llenamos dos chupitos. El trago me ardió durante horas en la garganta. No entendí como a mi padre le encantaba ponerlo en el café. No encontré la gracia por ningún lado. Más tarde me enseñó el tabaco. Yo nunca lo había probado. Decidimos ir a dar una vuelta al centro para fumarlo por el camino. No me gustó nada. Entre el whiskey y el tabaco, mi boca y mi garganta se transformaron en algo extraño, que no era mío, y que rascaba. Sin embargo, pese a que fue horrible y no me gustó fumar, me sentí rebelde. Y esa fue mi perdición.
Empecé a fumar esporádicamente algunos fines de semana, siempre buscando la misma sensación de rebelde sin causa. Pero no me dí cuenta del enganche hasta el primer día de universidad. Lo necesité. Mucho. Y me compré mi primer paquete de tabaco para mí sola.
Realmente ha sido horrible. La libertad revolucionaria no me la dió nunca el tabaco, sino que más bien fue todo lo contrario. Me volví esclava. Me volví adicta, a rubios y a los mecheros.
Con 18 años estuve una semana ingresada por una gripe. Cuando llegué al hospital estaba medio muerta. En seguida me entraron al box con oxígeno y me pincharon cortisona. El médico que me atendió era bastante joven. No recuerdo mucho de aquella noche. Estaba a 40 de fiebre y sin poder respirar, y a veces no sé si sentí lo que estaba pasando o si deliraba. La plantilla se volcó conmigo. Y realmente lo hicieron bien. Me resucitaron. 48 horas después rebosaba vida y vitalidad por toda la planta. Los demás días que me dejaron en observación me dediqué a estudiar y a hacer de enfermera de mi compañera de habitación, una mujer de 50 años, asmática también, y que casi siempre estaba sola. Era enero. Cuando me dispuese a ponerme otra vez mi ropa para irme, se me caían los pantalones. Me senté en la mesa de mi casa a comer con todos mis hermanos. Tenía morados y parches de las vías por los brazos y las muñecas. Y era un esqueleto. Ésta vez no hubo peleas, ni me quedé la útlima con las sobras. Mi madre me apartó comida para mí sola y uno de mis hermanos me fue partiendo el pan. Para una vez que podía comer como una reina, apenas di cuatro bocados y me llené.
Tardé una semana en volver a encenderme un cigarro. Pero lo volví a encender.
El penumólogo me echó una gran bronca "cada vez que enciendas un cigarro, piensa que es como una espada que te la pones en el cuello". Dejé de fumar 3 meses. Luego volví. Realmente me sentía incapaz de dejarlo. Pensé que moriría por culpa del tabaco.
Años después, ya en mi casa con mi novio, volví a tener crisis asmáticas graves. Desarrollé con más potencia mi alergia a mis dos gatitos preciosos. Me pasaba las noches en vela semiacostada para no ahogarme. El tabaco me iba a matar. Decidimos dar a mis dos felinos en adopción. Y me leí el libro de Alen Carr para dejar de fumar. Fue milagroso. Acabé de leerlo. Me fumé el último cigarro. Me fui a la ducha. Pensé en las tabacaleras que se forran a costa de enganchar a pobres desgraciados como yo. Pensé en mi abuelo que se murió por culpa del tabaco. Pensé en tanta gente que moría por culpa del tabaco. Y bajo la ducha, lloré con ganas y maldecí al tabaco por todos ellos. Y no volví a fumar.
8 años depués conocí a don diablo. El sabor de sus besos me sabían a tabaco y me recordaban a mi infancia. Una noche, se lió un porro en mi balcón. Y probé dos caladas. Más fue imposible porque me maree. A esa noche siguieron más noches. Descubrimos que nos encantaba colocarnos y follar entre la locura. Cuando dejé a don diablo, dejé de fumar cada día otra vez. Pero esporádicamente seguía haciéndolo, hasta que volví a caer como si nunca lo hubiera dejado. Esta vez, deshabituarme me costó bastante más. Tuve que recurrir a fármacos en mi auxilio.
Y este fin de año en Amsterdam volví a fumar, y volví a notar ese sabor que me transporta a mi infancia y a mi rebeldía. Y siempre me ha encantado ser rebelde, quizás sea mi problema, éste. Y otra vez a fumar esporádicamente, hasta este verano que ha sido habitual cada noche, y últimamente también por el día. No podía ser. Esta semana cogí la bolsa con todo el ritual y lo tiré a la basura con mi alma detrás de ella.
Y no pienso volver a fumar nunca más, ni a estar con alguien que fume, ni me pienso morir por culpa del tabaco.
Aunque mi vida sea una mierda.
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