Encendí un cigarro. La primera calada me llegó hasta el alma. Hacía tiempo que no fumaba. Algunas noches recogía, a escondidas, algunas colillas del cenicero. Era mi ritual favorito. Ofrecía tabaco a la luna y el cigarro pasaba de unas manos a otras en una noche interminable de secretos.
Encendí un cigarro. Miré a la mujer que tenía enfrente. "Tienes ojos color sol" le dije. Ella me clavaba los ojos, la vista, la vida, sin parpadear siquiera. Había algo en su mirada. Había profundidad. Había el abismo, el cielo, el infierno, el pasado, el futuro, las cosas que no decía, las lágrimas secas, las risas destronadas, el fuego quemando en vivo.
"Te gusta fumar?" Ella alargó un brazo y me tomó el cigarrillo. Me habló del sol, de una vista soleada que existía en su memoria, del trigo, de un cortijo blanco rodeado de amapolas. Me habló de sitios que desconocía, de una serpiente de dos cabezas, de tsunamis gigantes que lo arrasaban todo, y de cómo los había visto pasar por debajo de sus pies. Me contó que una noche, la lava surgió de la tierra y fundió los cimientos del mundo. Y que de entre toda esa lava, encontró a un bebé que lloraba, asustado y rojo de calor. Esa noche, ella quemó su cuerpo, su pelo, sus huesos, y lo salvó. O al menos eso decía ella. Yo sabía que no lo había salvado. Sabía que se habían fundido los dos en la lava y desaparecieron.
Apenas quedaba cigarro ya cuando me lo volvió a pasar. Volví a coger aire, a inspirarlo hasta las profundidades. Le dije a la mujer que no iba volver a fumar. Di dos largas caladas y apagué el último cigarro en un cenicero improvisado de papel de plata. En el espejo, veía como la luz del día entraba por la ventana de mi cuarto. La mujer adoptó la apariencia de alguien cansada. Sonó el despertador. Me miré por última vez en el espejo antes de ir a realizar las tareas cotidianas. "Mujer, tienes ojos color sol. No olvides nunca quién eres, ni de dónde vienes".
