Uno de los rasgos que define mi personalidad es que soy bastante ingenua, inocente quizás. Un novio que tuve me dijo que lo que me hacía falta era "calle". Y creo que tenía razón, porque siempre estaba metida en casa leyendo o cosiendo. Me pasaba los veranos enteros sin poner un pie en la playa. En esta inocencia que no maduré nunca, siempre pensé que la gente es buena por naturaleza. Defendía el derecho a rectificar, la empatía de que todos podemos equivocarnos, y la fuerte esperanza de que las personas podían mejorar. En mi bandera me sentía orgullosa y fuerte de ser capaz de dar segundas oportunidades... Pero las personas realmente cambian?
A mi edad y en estas últimas andanzas que me han tocado vivir, he dado muchas segundas oportunidades. Incluso a quien no se las merecía. He dado el derecho a rectificar, a mejorar, he creído en la bondad de las personas y he apoyado las superaciones personales. Sin embargo, he pagado un precio muy alto.
No soy María Teresa de Calcuta. Y este bien preciado, inocente, que llevo dentro, no es digno de cualquiera. Cómo discierno entre los que merecen segundas oportunidades o no. Quién lo vale. Las personas cambian?
Me protejo a cal y dientes. Una sola vez de hacerme daño, y automáticamente me producen repulsión y ya no se puede hacer nada. Pero él... él es otra historia. No tira la toalla. Roza lo obsesivo. He dado muchas segundas oportunidades a quienes no la merecían... y a él, que quizás si que lo merezca, se me coge una pinza en el estómago y soy incapaz de reaccionar ni de hacer nada. Me quedo paralizada esperando que, simplemente, pase el tiempo.
Y me quiere y me echa de menos.
Y yo, paralizada.
Y tengo miedo.
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